Thursday, March 30, 2006

Estaciones de tinta negra


El libro “Estaciones de tinta negra” es un hito a considerar dentro de la construcción de algo que se puede llamar “cultura rock”,entendiendo que allí caben expresiones artísticas distintas a lo que se haga con guitarra, bajo y batería.
Firmado por Gustavo Napoli (Chizzo), voz y guitarra de La Renga, y Fernando Vera, encargado de prensa de la banda, este volumen es atractivo de entrada con una cuidada edición y diseño, que lo convierten en una especie de “libro objeto”. Ilustraciones de intenso colorido contrastan con sus páginas negras en las que las estrofas se ganan a pulso el ojo del lector.
Este libro consta de siete estaciones de indudable tono vivencial y lírico. En cada verso se siente la fuerza de lo vivido, de lo que se ha aprendido con la piel y el corazón. El tono es a veces el de una confesión, como impresiones que se intercambian en la intimidad mal iluminada de una vida en ciudades agrestes. Es notorio el origen de los textos que componen este volumen, ya que se trata de una compilación de escritos que se acumularon desde la adolescencia hasta nuestros días. El libro, estación tras estación, va ganando en ritmo y flujo verbal, como soltando las voces que lo arman.
Ante un libro firmado por dos autores, se cae en la tentación de saber cuál parte es escrita por cuál de ellos. A Napoli se le reconoce por que muchos de sus textos tienen un innegable aire “rengo”, con un encadenamiento rítmico y sonoro que remite a la banda de Mataderos. Por otra parte, los versos de Fernando Vera se apoyan en un uso preferente de los adjetivos como pie de su lírica.
En lo formal, el libro recuerda la poesía más tradicional, sin amarrarse al verso libre. También se asoma por momentos la oscuridad de la fuerte raíz tanguera del Chizzo, quien no sólo es un conocedor y amante del ritmo porteño, sino que tiene por allí un par de tangos de su autoría, (tarea para la casa para los fanáticos).
En resumen, un libro más que interesante, no sólo para fanáticos de La Renga, sino que para exploradores de la literatura que se hace al otro lado de la cordillera, como quien dice, la esquina del barrio latinoamericano.

Estaciones de Tinta Negra
Gustavo Napoli y Fernando Vera
Distal
2005

Wednesday, March 29, 2006

29 de marzo

29 marzo

No me doy ni cuenta y otra vez es 29 de marzo.

Para la prensa aparatosa, para los que se empeñan en la memoria que arde, para el que mira distraídamente las noticias, es el Día del Joven Combatiente.

Yo cierro los ojos un segundo y siento el mismo día pero hace 21 años.

Suena el teléfono. Una amiga, con voz temblorosa me pregunta si podía comprobar que el Eduardo Vergara, muerto con su hermano en las noticias, era el mismo Eduardo del Pedagógico, nuestro querido Pelao Vergara. A esas alturas, ya tenía la confirmación, así que, ahogando un sollozo, le dije que sí.

Abro los ojos y veo al Pelao de pie sobre las mesas del casino, desatando alguna de sus proclamas que terminaban, irremediablemente, en la esquina de Macul con Grecia, en medio del humo de neumáticos quemados y bombas lacrimógenas.

Vuelvo al hoy, 21 años que pasan como un largo suspiro de pena. Es tan fácil santificar a los muertos, convertirlos en héroes intocables, luego en logotipo, en figurita para decorar un muro o una bandera. Es tan fácil hablar y actuar en nombre de los muertos, porque ellos no están aquí para dar su opinión.

Claro, ahora se habla del Joven Combatiente, se lucha, se quema y se saquea en su “santo” nombre. Pero, ¿qué queda de Eduardo y Rafael Vergara Toledo? ¿Qué queda de esa juventud en llamas de los ochenta, mi propia juventud?

No me atrevo a hacer un diagnóstico final. Se nos duplicó la edad, la vieja lucha por cambiar el mundo se transformó en una pequeña pelea por llegar a fin de mes. Algunos dicen que nos vendimos en bloque, que bajamos los brazos, que se nos pasó la vieja en moto, en fin. Sufrimos lo mismo que hicimos sufrir a los que nos antecedieron, los jóvenes de hoy pasan la cuenta. No quiero dar cátedra de nada. Sólo siento que nos hace falta el Pelao Vergara, para seguir, como en esos años, la discusión sin fin sobre lo que debíamos hacer y no hacer.

Tampoco me siento capaz de decir a ciencia cierta si la furia que se desata cada 29 de marzo en Villa Francia sea algo solamente relacionado con delincuencia y drogadicción. Nosotros mismos en aquellos años fuimos descalificados y tratados como vándalos y lumpen, pero si hoy alguien por ahí declara abiertas las grandes alamedas, por supuesto que gran parte de eso viene marcado por la sangre de muertos como los Vergara, marcado por el halo negro de un neumático que ardió en alguna noche peligrosa.

No quisiera que a causa del huracán de móviles televisivos que muestran los desordenes en Villa Francia se nos olvide que todo eso, bien o mal, es para recordar a dos chicos que fueron asesinados a mansalva y sin tener la menor opción de defenderse. Para los que fuimos parte activa de ese tiempo, protagonistas en definitiva, Eduardo Vergara siempre nos hará falta. ¿Qué sería de él ahora? ¿Un cautivador profe de historia que seduciría con su verbo a los alumnos para que se atrevan a entender los procesos? ¿Sería un funcionario de algún organismo estatal? ¿Se abocaría de lleno en la comunidad de base como el cristiano comprometido que era? Lo cierto es que él y sus dos hermanos ya no están, y nos hacen falta.

El funeral de los hermanos Vergara fue uno de los ritos mortuorios más impresionantes de los que yo tenga memoria. Los dos ataúdes fueron llevados en hombros por sus compañeros, familiares, vecinos y amigos, en el largo trayecto entre Villa Francia y el Cementerio General. La columna de gente transmitía un dolor y una rabia contenida de tal densidad que la ciudad le fue abriendo el paso con respeto y no poco miedo. Aún recuerdo cuando pasamos frente a la Novena Comisaría, en avenida La Paz. El cuartel estaba completamente cerrado, ni un alma se asomó a mirar el cortejo, como si el espanto y la vergüenza les impidiera dar la cara, ni siquiera escondida tras un caso o una máscara antigás.

Luego, en medio de los proletarios nichos, los discursos no se concentraron ni en el odio ni en la venganza, sino que en la esperanza y en el saber hacer las cosas, en ser parte de un proceso con la mente clara y el corazón limpio. Se destacaron allí las palabras del mayor de los Vergara, Pablo, quien resumió el punto en que “hay que ser fuertes, pero también hay que ser inteligentes”. En esos tiempos, los funerales de las víctimas de la dictadura solían terminar en enfrentamientos con carabineros. Pablo Vergara, con los ojos brillosos de dolor, dijo que no era el momento, que mejor volviésemos en paz a nuestras casas. Y la muchedumbre, los indomables pobladores de Villa Francia, los enrabiados, los humillados, los que querían tomarse el cielo por asalto, le hicieron caso y se dispersaron en un atardecer tan gris, cargando en silencio el fardo del dolor. Años después, el mismo Pablo Vergara también murió, en el sur de Chile, en extrañas circunstancias, destrozado por una bomba. Quedaba claro que en estas tierras, un dolor nunca es suficiente. Hay dos, hay tres, hay cinco y seis, siempre hay más.

Aquellos días de marzo de 1985 fueron especialmente desgarradores. De hecho, en su momento la muerte de Eduardo y Rafael Vergara pasó bastante colada, en medio de la conmoción que causó el secuestro y posterior degollamiento de tres profesionales comunistas. Además, en un falso enfrentamiento, fue muerta una joven militante del MIR.

El periodismo chatarra, el facilismo informativo y el hipnotismo mediático van a hacer que esta misma noche todo se centre en los vándalos que encienden sus fuegos en la avenida Cinco de Abril de Estación Central. Sería más fácil justificar esa visión si buena parte de lo que motivó la lucha y la inmolación de los Vergara fuese parte del pasado. Pero esas mismas calles, el resto del año, cuando no es el día del Joven Combatiente, son testigos de la marginación, el desdén social, la abismante desigualdad. Y, te guste o no, mientras eso persista, nos seguirá haciendo falta otro Eduardo Vergara que se pare sobre la mesa a proclamar que esto es insoportable y que hay que salir a dar la pelea. Ahora mismo escucho por la radio la voz desgarrada de Ana Toledo (madre de los Vergara), reclamando por justicia. Entiendan, entendamos, cada una de sus palabras gritadas a todo lo que da su alma.

Eran días oscuros, tan oscuros que su sombra aún nos nubla la mirada. Pero, ¿saben?: no pensamos olvidar. Insisto. No voy a dejar que el sensacionalismo barato cubra el recuerdo, la sonrisa, las ganas de vivir y la fuerza de Eduardo Vergara Toledo. Cuando hablen del Joven Combatiente, yo puedo decir que conocí a ese Joven Combatiente, y que sé por qué cosas combatió y murió. Todo está pendiente, Pelao, todo está pendiente. Las diferencias que nos hacían discutir “fraternalmente”, se fueron haciendo casi invisibles. Ahora solo queremos estar vivos y contentos. Pelao, te extrañamos. En medio el humo de las barricadas de esta noche, te veo venir.

Friday, March 17, 2006

"Café con textículos” de Jorge Díaz


Si lees el nombre de Jorge Díaz y piensas en “El cepillo de dientes”, tu paso por la enseñanza media no fue en vano. Como muchos autores de lectura obligatoria, Díaz suele ser asociado con la obra que a uno conoció en el colegio. Por esto, su imagen se percibe revestida de una incomoda solemnidad de autor “clásico”, lo que hace que muchas veces se tome distancia. Si este es el caso, “Café con textículos” da el pie para sacarse esos estereotipos y conocer al autor en una faceta lúdica y despeinada.
Jorge Díaz tiene una extensa creación teatral, poética y literaria que revela una voz irreverente, crítica y sarcástica hasta el limite entre risas y lágrimas.
“Café con textículos” desde la partida incomoda al lector con el llamado: “no me crean ni una palabra”. Acto seguido, Díaz despliega su visión de mundo, agazapado en la mesa de algún café de este planeta. Allí registra en servilletas notas e iluminaciones que, luego de años, le dan forma a este volumen. El resultado es un diálogo consigo mismo, un diálogo contra si mismo, un diálogo a pesar de si mismo; afirmaciones contundentes y vitales que se leen con apuro y sorpresa.
En la obra de Jorge Díaz el teatro es central, aunque este texto no sea para representación escénica. De hecho, aparecen una serie de comentarios y reflexiones sobre este, pero de tal modo que es notorio que para el autor su vida es el teatro y viceversa. En una mesa del Tavelli, contempla la función que sus conciudadanos representan, haciendo como que viven.
“Café con textículos” nos embarca en un viaje desde la solemnidad hasta la carcajada. Con textos como frases para el bronce o enseñanzas de un maestro Zen desenfadado, debiera ser lectura obligatoria en colegios que quieran formar niños felices, irónicos y despiertos. (¿Hay colegios así?)
Continuación “ilógica” de una anterior publicación (“Textículos ejemplares”), ambos se pueden recorrer independientemente, como una puerta abierta para conocer a un autor que entrega su humor inocentemente sacrílego, como un niño que levanta la falda de la tía para revelar por propia mano los misterios gozosos de la vida. Verbo simple y contundente, una voz que hace falta oír, disparos de palabra para despertarse muerto de la risa.

“Café con textículos”
© Jorge Díaz
162 páginas
RiL Editores
Santiago de Chile, 2005